lunes, 29 de junio de 2009

Los amigos que ríen igual...

Parece que pasan tres cosas. Todo el tiempo, a veces de vez en cuando. Como ese dedo que limpia y rasca la oreja, y aparte sirve para la nariz, el tres en uno, como el ambo, el de monio y el esport, como el cielo y el infierno y los que estamos acá, que es casi lo mismo, bueno, como River, Boca y deportivo Riestra, asado, vacío, morcipan, sopa crema o caldito de topo desgrasado. Hablo de la trialidad. Del quiero esto y después algo distinto pero luego cambio. Del pienso así pero no compatibiliza con cómo siento pero da igual porque hago otra cosa. Del más vale que llegue temprano a laburar y que pueda dominar el impulso de dormir, como para empezar a levantarme y hacer que todo esto de vivir salga un poco más fácil. Sí, más fácil. ¿Te acordás cómo? Es que todo estaba por venir y las esperanzas costaban menos estupidez a 30 días con tasa variable. Tantas horas mirando el río, imaginando cómo seríamos ahora. ¡Que viejos chotos! Porque ya tenés 30, ¿sabés? Y pienso: cómo la cagamos, eh. Vos acá y yo allá y tu vieja en Carmelo. Y ni mierda. Al menos nos une la estomalgia y el Club de Cromi, que no es poco. Más bien diría que es casi todo.

A veces te regaño. Otras, ni me acuerdo de que existís pero te regaño igual. Por lo de siempre, imaginate, me tenés harto. Es que te salía bien eso de contarle las letras a la palabra rota y decir que era capicúa. Pero no es capicúa boluda, capicúa es que se lee igual al reverso y además que mierda tenés que contar si sólo tiene cuatro letras, te contradecía yo, y vos: claro que es capicúa. Es como yo quiero. Y nos puteábamos. Y nos callábamos. Y amanecía, y media napolitana de La Farola a 3 con 60 el metro: lo último que nos quedaba y al otro día, domingo, robábamos sobrecitos de condimento y unas pajitas del Mc Donald’s.

Mi casa sigue oliendo a superchino recién abierto. Todo el tiempo. Hoy llegué y había un pato a la pekinés en el horno. Sentí olor a quemado desde la puerta y sonreí callado. El hogar está frío ahora que es invierno, y como dice Paco, todos en la cocina se ríen y toman vodka -por eso ríen-. Es verdad, a veces es un poco así. Pero otras, no tanto igualmente. Qué se yo, preguntale a Paco, ya le conté que me anda doliendo el culo. Y tengo una arruga debajo de cada uno de los los rollos de la panza. Ya no me cura el vino con sandía en damajuana de plástico ni la hamaca risueña del último porro. De hecho, dejé de fumar y ahora que lo pienso, creo que debería revertir la decisión.

Tengo una foto tuya, esa que te saqué el día que te bajé un diente. A mí se me cayó la chota y nadie quiere guardar la imagen. Es la trialidad, viste, esa que te contaba. Ese ir y venir sin moverse, de los días que no entienden si vivimos al norte o al este o para abajo. Yo siempre te lo dije: vamos al este que esté mejor o sino al oeste. Y vos, ni caso, siempre contradiciendo, te fuiste a la concha de la lora y me dejaste rayando queso y derritiendo manteca en los fideos. No importa, está bien, nos une la estomalgia y, cómo no, las milanesas de tu mamá que las repito una semana. Yo las sigo comiendo, de vez en cuando. Ella te guarda algunas en el freezer para cuando decidas volver. Y yo cada vez que entro a tu casa, abro la heladera marrón de la cocina, pico algo, tomo un poco de birra, leo el diario y le digo: “Martita, no jodas, dámelas a mí que la chabona no se las merece”. Ella se ríe -la cerveza ya estaba abierta de antes- pero en el fondo se enoja, lo sé, como todo borracho, y me dice que la nena va a volver llena de plata, y la nena tiene treinta y ya seguro optó por gatear para sobrevivir. A mí por suerte no se me dio por las trolas. Creo que hubieran acabado conmigo. Tal vez esa sea otra decisión que debería revertir.

El barrio no se parece en nada al que era. Porque ya no hay nadie acá y sabés algo que noté: los que quedamos tenemos otra mirada. Ayer, de hecho, me encontré con Paulo. Se hizo Pai Umbanda. Y aunque le queda bien, le cuesta andar llevando gallinas, se le nota por cómo agarra la correa de las jaulas. Vende comida naturista con su novio y hacen sacrificios en la calle Godoy Cruz. Todos los días. Yo le dije que me parecía bien, pero a la cuadra siguiente pensé que no estaba tan buena esa vida y que quiero una así. Qué se yo, viste. Eso que te contaba de la trialidad.

En fin. Te regaño. Se me dio por escuchar a Wendy Sulka estos días. Qué se yo. Espero que estés bien y que te vaya bien pero para el orto y que hayas encontrado eso que andabas buscando que no se cuando perdiste. Algo así. O, tal vez, aprovecho este espacio y te digo la verdad me chupa un huevo que tiene más que ver con que estoy seguro de que no tenés idea de qué inventar para estar acá de nuevo y no sentirte una trola fracasada por eso, y que me extrañás a mí y a tus desayunos en el patio con tu gata Lulú robando de todo, que estas almas significan más que ninguna toalla de playa papaya. Pero te cuesta admitir. Lo entiendo. A mí también, si te deja mejor. Te diría que vuelvas, pero sé que mañana me puedo arrepentir y decirte vuelvas estando acá, nos podemos equivocar todos y no resistir, por eso de la trialidad, que te decía, viste.

miércoles, 24 de junio de 2009

Piji's Dixit


“Me apoyaron en el tren desde Burzaco, en Constitución me chorearon, me cagué de calor 2 horas en el colectivo bajo los sobacos de un montón de tipos más altos, vengo con el lomo partido de trabajar 14hs por día, 6 días a la semana a tu casa, con un cansancio que el cerebro se me desactiva. Y vos me decís… que me decías mi amor?”

martes, 16 de junio de 2009

Nada nada

Salgan a nadar, escualos sin plumas,
que con osadía muerden la piel,
amargas ojotas huelen a pie,
sin carnada, sin anzuelo.

Llena tu bozo, oh digestividad,
levanta las líneas y no permitas el engaño:
socorro, jamás comerás.

El pescado te pertenece,
pues que el pescado te pese,
aún más que tus elementos de riel,
más que el aroma de tu exhalación que,
bien sabes, tu, digna pescadora,
trucha y sólo trucha será.
Trucha y sólo trucha comerás.

miércoles, 10 de junio de 2009

Te Clavo Estereo

Crecemos bajo el imperio de miles de melodías que se multiplican a medida que bajamos de internet, al paso que creamos carpetas. Porque esos estilos se forjan con el tornillo de lo retorcido, que deja sabor!, y da nacimiento a uniones de ritmos de metalmelódico, rumba-ska, tecnoclásico, merengue marchoso y, el más abominable, reggeaton. Siguen las actividades en segundo plano y, en definitiva, seguimos paso a paso las instrucciones de progamas que se instalan y nos van anulando la memoria y el disco rigido.

Nos alejamos de archivos raros porque sometemos viruses. Los aplacamos. Están prohibidos. La piratería es de los hackers que, ya vimos, están en lujosas oficinas o en el fondo de compañías multinacionales.

Bajamos discografías enteras todos los días por ser esclavos. Porque es más cómodo que elegir canciones, que no pesan. En la rápida y ancha banda moderna que se supone de alta velocidad y que yo en cambio creo que está colapsada en conexiones y cumple perfecto con el mecanismo de retroalimentación de spam, nos vamos convenciendo de que el hedonismo musical tiene sentido y de que el mal sólo acecha en 10musica.com y Taringa.

En una clara muestra de soberbia desbordada por la verborragia de quienes, de la misma manera que yo, se bajan música islandesa desde lo distintivo, me creí alejada de esa basura.

Y me fui volviendo esclavo. Me liberé del Explorer 7 pero me interné en el Firefox, al que creí soberano. Acá hay libertad, me dije. Salpiqué mis Favoritos con links, protesté ante la fachada del nuevo Live Messenger, renuncié al monopolismo microsoftiano y eliminé de mi Windows decenas, cientos de actualizaciones forzosas. Regalé algunos programas y pensé que finalmente había logrado quedar fuera de un sistema nefasto, depravado, siniestro y mal concebido. Del que sigo creyendo que es nefasto, depravado, siniestro y mal concebido.

Pero me arraigué tanto al discurso que me convertí en snob. Eso, por empezar. Y después: preso de mí, que buscaba pertenecer. Hice el amor con quién quise y más, hasta con aquél, UBUNTU, que sólo por particular llevé hasta mi CPU, haciendo lo imposible porque acabara de instalar y yo pudiera reiniciar. Y todo para qué. Para sentirme más libre, como si la libertad estuviera ahí. Qué locura.

Seguí. No di problemas, no pedí nada, me quedé, sin necesitar, sin formatear, sin copiar o pegar, jamás. Porque de eso se trata, decía, mientras pensaba en lo inevitable como aquel que se esclaviza evocando al Linux, un destino que no podrá evitar.

Otra vez la necesidad de pertenencia. Otra vez, la bestia monopolista. Igual, exactamente igual a los religiosos de la rutina Kernel, a los fanáticos de la evolución de la tecnología.

Porque todo lo que generamos, cómo pensamos, lo que hacemos, está enterrado vivo en el código de Microsoft. Y otra vez el recomenzar la instalación. Ahora, a salir de acá. Porque acá también se vive bajo estructuras elitistas. Acá no queda nada más que sumisión al software libre. Y si algo aprendí, acá, es que está en mí el sentido pero nunca, nunca podré aceptar al abnegado, y en definitiva, me doy cuenta que Linus Torvalds y Bill Gates se juntan a comer una picada los martes y hablan de cómo nos empoman entre los dos.





martes, 2 de junio de 2009

Una noche como no-cualquier otra


Fui al bar con la misma actitud con que a veces me dispongo a cocinar: sin saber exactamente qué voy a hacer pero con la expectación de poder tragar lo que haga. Mi trabajo como Barman era sólo una faceta más en mi vida, una de esas historias de persona-función. Para ser más claro: aquella noche no deliberé acerca de lo que pensaría mientras trabajara, ni de si obtendría alguna ganancia de ello, ni de si sería una noche como cualquier otra, en la cual soy la causa y la solución, o si alguien se fijase que hay algo más atrás del muchachito pintón que sirve los tragos y coquetea con todas. Nada de eso me importó porque a nadie importaba demasiado, y eso –se sabe- hace que ciertas cosas sean mucho más insignificantes.

Servía un margarita cuando la vi cruzar por la puerta de entrada del bar. Estaba vestida casual y su mirada buscaba mis ojos manteniendo una seriedad poco común para la situación que evidentemente se estaba por dar. Se arrimó hasta la barra. Ahí estaba ella, con su pelo lacio suelto y una sonrisa disimulada detrás de unos labios bien cerrados. Era decididamente compradora; cualquier hombre en alza sería capaz de entregarse ante tal actitud, ella sería capaz de tomarse incluso un Bloody Mary con tal de hacerse la sexy ante mí. Así que ella se sentó ahí, en una banqueta, y me miraba fijo. Intenté esquivar su mirada pero era evidente que había venido a buscarme especialmente a mí; como buitre sobre la carroña. Traté de dar un aire de normalidad a la situación. ¿Qué diablos hacia un martes aquí, a esa hora y de esa forma? Mostré mi mejor sonrisa, me acerqué y la bese con un calido movimiento de mis labios. Le pregunté que le gustaría tomar y, en una forma dubitativa y pensante, me pidió un Fernet y si era posible otro de esos besos.

Se relajó sobre el respaldo y clavó la pajita en su boca. A veces pienso en la comedia que montamos para vivir, en cómo nos interpretaríamos si fuésemos capaces de observarnos como a unos extraños conocidos. En fin. Ahí estaba yo, un martes cualquiera, preparando un Fernet más, encantando con un beso a alguien que creía, que para mí más que cualquiera, todo era así de simple.

Le decían Brisqui. Y como Brisqui estaba de joda, yo pasé mi tiempo entre sirviendo por la barra y algún diálogo conocido. Cada tanto se trepaba a la barra, apoyándose sobre mis codos y me alcanzaba un beso. Las horas fueron pasando entre tragos y empecé a notar en su cuerpo esa liviandad etílica, esa sensación de que todo es posible, de que el mundo no importa más que porque estamos ahí, en ese momento. Y entre beso y beso –oh, problema- me puse a prestar atención.

Brisqui me miraba mientras sacudía la coctelera; mientras abría la caja; mientras sonreía a la propina. Debe haber notado que todas me querían seducir y ella, a esa altura y ante semejante revelación, quiso más. Así que repitío eso de doblarse sobre la barra, sacar culo y armar un pico con su boca para besarme, y de pronto me encontré con su mano bajando hasta mi pantalón. No pude evitar sonreirle por lo que me hacía, me apretó desde la cola hasta los huevos, y me susurró: “Necesito que me cojas”. A lo que le contesté: “Son dos”.

Me pidió otro Fernet y sacó de su bolsillo un cigarrillo de marihuana. Estaba en la caja cuando una conocida se acercó y le pedí que me hiciera un favor. Ella había vaciado la mitad de su vaso cuando alguien le rozó el cuello. Sin mirar, tomó la mano que la había acariciado y se la metió en la boca. Todo parecía en orden y en progreso.

Se bajó de la silla y siguió a la chica rubia que le había enviado. El bar tenía una puerta detrás de la barra que llevaba a una habitación muy chica. El lugar estaba lleno de muebles, vasos y un gato, mascota del lugar, que solía dormir sobre los bolsos que los bailarines dejaban mientras hacían su show.

Mirella la debe haber llevado hasta el cuarto con la tranquilidad con la que suele moverse. Ella debió deslumbrarla con su belleza al punto de seguramente celarla por tal. Nos acostábamos a veces pero por el papel que ambos cumplíamos en este triste mundo, ser bellos y cuasi objetos de las fantasías de la gente normal.

La música no dejaba de soñar pero dado que la habitación estaba contigua a la pared de la barra, podía percibir unos ligeros murmullos. Su mirada analítica desnuda las almas y habla en un lenguaje silencioso que sólo –y los más bajos –instintos pueden oír. La imagino como tantas veces en que se paraba a encender su cigarrillo, mirándome desde lejos, y provocando con el raspado de ese fósforo una combustión mágica del fuego en mi interior, el cual me llevaba a sentir deseo y la necesidad de saber quién tenía más para dar.

Esa noche, Brisqui había venido como cualquier otra noche. Una chica treintañera, con un probable pasado amoroso tormentoso, que acabó por retraerla a los márgenes comunes de la sociedad. En ocasiones solíamos acostarnos como con cualquiera que buscaba en mí la satisfacción de sus deseos momentáneos y efímeros. Como quien usa un hisopo para penetrar sus conductos auditivos, eliminar sus secreciones a través de un leve placer que provoca la introducción y movimientos suaves en el interior del oído, pero que luego es arrojado a un cesto de esos que están al lado del inodoro, porque no tiene más función que esa para la cual fue usado.

Terminaba de hacer algunos tragos cuando me acerque sutilmente a la pared para notar la casi imperceptible vibración en las botellas que se encontraban en la repisa de la pared. Pude sentir al otro lado los gemidos, al otro lado del muro, de dos mujeres que sacudían el espacio entre las dos afectando a todo el entorno. De repente, el estallido. El orgasmo de una mujer cuya vida es como cualquier otra, que busca la simplicidad en la noche conformándose con el mero acto de cumplir con sus necesidades básicas sin importar lo banal que tuviera que comportarse. Sin embargo, aunque ella no hubiera podido ver más allá de mis ojos claro, mis rastas oscuras y mi cuerpo torneado, yo había podido ver más allá de una chica oficinista, de esas que trabajan nueve horas vestidas de pollera a la rodilla, rodete hecho con un lápiz y anteojos de leer; más allá de la vida pacata de una persona que empieza a complacerse con lo mínimo que cree poder conseguir sin siquiera pensar en intentar buscar una nueva forma de ver la vida.

Cuando entré ella ya estaba parada y con los pantalones puestos; Mirella seguía en posición horizontal bailando árabe. Caminó hacia mí, pasó su mano por mi boca, me besó en la frente y salió de la habitación. Me uní a Mirella en agradecimiento por haberle dado una nueva experiencia a alguien que subsumida en el mundo trivial de los consumidores, no tienen la valentía de mirar desde el otro lado como los productos que mueven su vida, ven el hecho de ser un mero objeto lúdico de deseo. Ahí en esa habitación, un hisopo limpia a otro; meros objetos que otros utilizan para dar sentido a sus patéticas vidas.
Volví a mi casa contando las horas que faltaban para que tuviera que despertarme y ponerme a repasar mis papeles y proyectos; la fusión fría de átomos no estaba lejos de ser descubierta.

miércoles, 27 de mayo de 2009

Modorra

No puedo despertar. Son las tres de la tarde y hace más de una hora que giro sobre el colchón, las sábanas se perdieron en el piso hace horas. Debería bañarme, me pica el cuerpo, pienso, pero sé que seguramente pase una semana más hasta que lo haga. Nunca antes había tenido tanta modorra, no puedo creer que ahora encima esto, ni que hubiera matado a alguien, me digo, y me desdigo inmediatamente: qué razonamiento superficial, la gente cheta se baña. Vuelvo a girar sobre lo que imagino son restos de comida en la cama que me están picando el culo. Me rasco el culo, toco el colchón, no hay nada. Me alivio, sino me tendría que bañar. Hago mi cuerpo una bola, me muevo hasta la parte más fría y limpia. Me quedo quieto, empiezo a ver la luz entrando por las rendijas de la ventana y me ilusiono con que por fin me estoy por levantar, entonces me doy cuenta de que sólo estaba soñando, no tengo rendijas ni ventana en la habitación. Tengo un libro de Botana -Maru- al lado de mi cama, lo agarro, leo una receta, me parece exquisita, sobre todo la parta en la que M –debe ser ella, pienso- no puede batir claras. Agarro el celular, son las tres treinta de la tarde. Hago números. En cuatro horas más haría doce que me tengo que levantar. Susurro insultos y me arrastro. Abro la heladera, no hay nada; abro la alacena, saco mortadela, me la como con brutalidad. Camino en la oscuridad de la casa y noto una vez más que sólo tengo los ojos cerrados pero cómo me gusta la oscuridad de la casa. Tomo nota mental de todo esto que ahora escribo. Voy al baño. Hago pis mientas me miro al espejo, o me miro al espejo mientras hago pis. Mojé la tabla, tendría que haber mirado donde hacía. En eso la veo, ahí. Ya no se va a ir más, pienso. Corto papel, me seco; si, los hombres limpios nos secamos. Bajo la tapa del inodoro y me acerco más al espejo, para verla de cerca. A ella, la razón de todo. Tengo una verruga. La primera. Una verruga colgando debajo de mi humanidad, que además ahora está como adentro de una bolsa, colgante. Envejecí, pienso, ya envejecí. Ya mi pene no será igual.

viernes, 22 de mayo de 2009

Facilmente

Hoy recibí un email de ella. Era cortito; sólo unas palabras. Decía: “En definitiva, lo que quiero decirte, es que no te amo más”.
No entendí el mensaje. Sé quien lo envió, quizás entiendo sus motivos, pero no comprendí el mensaje. Abrí un nuevo correo y me dispuse a escribir.

Hola, María, cómo andás. Sabés, hace unos días que quiero hablarte, decirte algunas cosas que me están pasando, o más bien que no estoy sintiendo, y tu escueta carta me dispuso a manifestarme.

Escupí la primera burbuja de saliva, un sorbo a mi café y seguí.

Tal vez un email te parezca lo mejor, dado que recibí uno tuyo, pero qué es lo mejor en estos casos. Yo no lo sé, lamentablemente para vos, para mí, para todos, la vida se escribe en el anotador de la Palm que llevamos en el bolsillo, ese en el que intentamos capturar fotos, bajar música, mirar videos, calcular la tasa de cambio de moneda extranjera, jugar a la viborita y escribir algunas ideas mientras miramos por la calle, las paredes, buscando que nos devuelvan algún tipo de señal.

Me detuve. Todas esas palabras, esas ideas sueltas con las que intentaba expresar el lenguaje, el mismo que habíamos deglutido y pateado y descuartizado de la Z a la A durante decenas de noches de vacío opresor, iban a molestarle si esta vez estaban seguidas de una decisión tan cabal como la que intentaba manifestarle. Borré.

No existen culpas. O si acaso alguien lleva el bagaje sobre sus hombros, no seré yo quien asigne la labor. Tal vez las raíces de este desencuentro estén en nuestro inicio; es que vos, María, no pudiste dejar de refregarme tu pasado, por lo que me habías confiado cuando éramos amigos. Creí que iba a poder con tus verdades más entrañables, y me las ofreciste, todo el tiempo, y yo te las acepté, en la boca, cuerpo a cuerpo, pero no me lo pude soportar.

Levanté la vista y me clavé en un calendario con foto que cuelga sobre mi computador. Pensé que las explicaciones no siempre son necesarias, no al menos cuando prenden luz sobre verdades que después pueden encandilar. Qué sentido tenía decirle que se había equivocado, que fracasó delante de sí misma, que lo había arruinado. Me arrepentí, y borré.

Y ahora, mirá quién sos, mirame a mí ante vos. Soy yo el que no puede, el que no soporta verte así, y me lastimás, agrediendo todo lo que nos une, lo que nos unía. Me estás destruyendo delante del espejo y te estás consumiendo, sin caerme encima. Cómo es que no pudimos detenerlo, cómo es que después de tantas vueltas, de tantas idas y venidas no pudiste frenar tus desquicios a tiempo, cómo fue, María, cómo fue que te enroscó la cola de la indiferencia y dejé de ser necesario.

El olor del cigarro quemando madera volvió a detenerme. Me dije que las instancias habían sido muchas, ya, y que nuestra historia formaba para de un pasado. Estaba muerta. Para qué, entonces, llenarlo ahora de cuestiones. Me convencí, y borré.

Vos me importás y quiero verte bien. Pero evidentemente no soy yo ese que te completa, ese que pueda potenciarte, como tantas veces soñamos tirados en mi cama, fumando las horas de la noche entre revuelcos, dibujos pintados en el suelo y promesas a olvidar. Espero que lo puedas ver, que puedas entender que tu decisión se trata de seguir buscando lo que es mejor para los dos, y esa posibilidad, es evidente, no nos encuentra juntos, no ahora.

Para qué, si ella sólo lo iba a entender cuando se enamorara de otro y yo simplemente formara parte de la experiencia. Borré.

En definitiva, lo que quiero decirte, es que me parece bien.

Escribí su dirección. Y lo envié, relajándome por lo fácil y poco traumático que esto resultó.